JUANA AZURDUY (1780 – 1862)
El 12 de julio de 1780, en Toroca, una aldea cercana a Chuquisaca, nació Juana Azurduy. La familia tenía un buen pasar como propietarios e una importante hacienda en Toroca. Desde muy pequeña, Juana conoció las tareas rurales, y aprendió a hablar el quechua y el aymará. Desde esa época conoció escenas de opresión de los más pobres que la conmovieron, y nunca las olvidará a lo largo de su vida.
Al poco tiempo de nacer su hermana Rosalía, falleció su madre y sin poder sobreponerse al duro golpe, sufrieron una nueva pérdida, la de Don Matías Azurduy. En esas circunstancias, sus tíos se hicieron cargo de la crianza de las niñas.
El carácter de Juana era bastante rebelde, y su tía, para dominarla, la internó, a los 16 años, en el Convento de Santa Teresa. Allí, la joven organizaba reuniones clandestinas con las otras internas, y conoció por ejemplo, la historia de Tupac Amaru, Juana de Arco, San Ignacio de Loyola y otros, que despertaron su interés. Su estadía allí, como era previsible, fue breve, pues a los ocho meses la expulsaron.
Regresó a su tierra nata, y fue allí donde conoció a Manuel Ascencio Padilla, con quien se casó el 8 de marzo de 1805. Fue él quien le habló por primera vez de las ideas republicanas, de la libertad y la lucha por ella. Tuvieron cuatro hijos: Manuel, Mariano, Juliana y Mercedes. Ellos gozaban de una buena posición económica y vivían en una casona del distrito de La Laguna.
Cuando se produjeron los movimientos revolucionarios de Chuquisaca y La Paz, en 1809, Padilla estuvo del lado de la causa americana. Derrotada ésta, fue perseguido, y la familia entera tuvo que ocultarse. Juana permanecía con sus cuatro hijos en la finca familiar, pero en ocasión de hacerse una partida realista, salió, rebenque en mano, impidiéndoles el paso y defendiendo su propiedad.
Al año siguiente, la revolución que se produjo en Bs. As., el 25 de mayo de 1810, no contó con el apoyo de las ciudades del norte, a excepción de Tarija. Los revolucionarios se preparaban para marchar hacia allí, con la precariedad que suponía la falta de recursos y de apoyo local. Los esposos Padilla brindaron cuanto apoyo pudieron a las tropas de Buenos Aires: entregaron sus cosechas y recuas, y les brindaron alojamiento. Don Manuel se plegó al ejército en el tránsito hacia el norte. En ese momento, Juana sintió por primera vez ganas de acompañarlo, pero los tabúes de la época hicieron que permaneciese con sus hijos en la hacienda.
Manuel Padilla organizó la resistencia patriota en la zona de Cochabamba: el 21 de febrero de 1812 venció en Pitantora, y su nombre comenzó a ser reconocido oficialmente. También participó en las batallas de Salta y Tucumán. Después, Padilla regresó al Alto Perú; su misión era reclutar altoperuanos. Recibió el apoyo de algunos caciques indígenas, y esta vez Juana, excelente amazona, dejó su hogar y se sumó a la lucha por la libertad. Aunque creía que esta actitud no sería bien vista, otras mujeres la imitaron y marcharon al ejército; la novedad ayudó a sumar fuerzas y el valeroso ejemplo cundió. En poco tiempo, el prestigio de Juana se incrementó; los soldados de Padilla veían en ella a la “unión de una madre y esposa ejemplar con la valerosa luchadora”, y los indios la quería: “Seguir a Doña Juana era seguir a la tierra”.
En las Batallas de Vilcapugio y Ayohuma, el ejército de los Padilla tuvo la función de proteger la retirada de los revolucionarios, pues ellos conocían mejor que nadie el lugar.
Después de estos fracasos los Padilla dominaron con autonomía todo el territorio ubicado entre el Río Grande y el Pilcomayo… En ese marco, los indios jugaron un lugar muy importante, pues eran “vigías”… El cacique Cumbay, dominador de toda la franja situada al este de Chuquisaca, celebró un pacto con Juana Azurduy, “la mujer guerrera”, y realizó una ceremonia en su honor. Lo mismo ocurrió con el cacique Juan Huallparrimachi, quien asumió la causa libertadora como una causa ancestral y se convirtió en aliado y fiel compañero de Juana, La Pachamama.
Juana había formado un nuevo cuerpo, “Los Húsares”, que combatieron guiados por su valentía y coraje. En medio de la lucha, Juana debió enfrentar, en abril de 1814, la muerte de sus dos hijos varones, que escapando de los realistas enfermaron de fiebre palúdica y disentería. Cuando Padilla llegó al Valle Segura, conoció la triste noticia. A partir de este momento, la lucha contra los españoles tomó más sentido para Juana, y desde ese episodio, fue impiadosa. Tratando de superar la pena, dejó a sus hijas al cuidado de una nativa y se marchó a combatir. Hasta ese momento, los Padilla siempre se habían mostrado piadosos con los prisioneros realistas; desde entonces persiguieron a los españoles fugitivos y les dieron muerte.
La pena por la muerte de sus hermanos y la crueldad de la guerra, también afectó a las niñas. Para agosto de ese mismo año murió su hija Juliana unos días antes que su hermana Mercedes. Esta vez, la tristeza y la angustia, pudieron más que la fuerza de voluntad de los Padilla, quienes por un breve lapso interrumpieron la lucha. La tristeza por la muerte de sus hijos fue la única batalla que Juana Azurduy jamás pudo enfrentar.
Cuando retomaron la lucha, otro golpe les pegó sin piedad: el 7 de agosto de 1814, los realistas, después de cuatro días de duro enfrentamiento, en el Cerro Carretas, ganaron el combate. Allí perdió la vida Huallparrimachi, a quien Padilla tenía casi como un hijo adoptivo. Ante esto, la pareja juró luchar hasta morir. En medio de la guerra, Juana tuvo que retirarse a orillas del Río Grande, pues iba a dar a luz a su hija Luisa. En esa oportunidad, Juana tras haber parido a su hija, y custodiada por un grupo de indios fieles, tuvo que luchar teniendo a su hija en brazos, y a caballo. Con coraje defendió los caudales del ejército revolucionario, y la vida de su propia hija. Luego la dejó al cuidado de la india Anastasia Mamani.
Poco después, cuando el ejército de Rondeau fue vencido en Sipe Sipe, los Padilla impidieron que Pezuela llevara a cabo su plan de entrar por la Quebrada de Humahuaca. El 9 de febrero de 1816, Juana asedió Chuquisaca. La lucha fue terrible, llegaron refuerzos españoles y la represión fue tremenda; ejecutaron a mujeres y niños. Los Padilla se reorganizaron, pero no pudieron con los realistas que los vencieron en el puesto de Villar, donde padilla recibió una descarga mortal, siendo luego degollado.
En medio de su dolor, Juana sabía que era la única líder de su “republiqueta”. El 23 de octubre de 1816, en un hecho sin precedentes, el General Belgrano le envía una carta: “En testimonio de la gran satisfacción que han merecido de nuestro Supremo Gobierno, las acciones heroicas nada comunes a su sexo, le dirige por mi conducto el despacho de Teniente Coronel; doy a usted por mi parte los plácemes más sinceros y espero que serán un nuevo estímulo para que redoblando sus esfuerzos sirva usted de un modo enérgico a cuantos militan bajo los estandartes de la Nación”. El nuevo grado le llegó con el aval del Congreso de Tucumán, Juana toleró que la cabeza de Padilla fuese exhibida por varios meses en la plaza pública: esto marcaba lo que su marido había significado para el enemigo. Pero el 15 de mayo de 1817, tomó por asalto La Laguna, y recuperó la cabeza de su esposo.
Durante tres años Juana acompañó a Güemes en la lucha en el norte argentino. Cuando éste murió, en 1821, Juana regresó a buscar a su hija, que ya tenía seis años.
En 1825, sin recursos, y sin el reconocimiento debido –más allá del grado militar- Juana estaba en Salta, sin medios para volver a su tierra natal. Después de mucho andar, llegó a Chuquisaca, donde ya se había declarado la independencia de Bolivia: Sucre le otorgó una pensión, pero los trámites para recuperar algo de su patrimonio fueron penosos… “Lo único que puedo dejarle a mi hija son mis lágrimas…”
Los avatares de la vida política de Bolivia hicieron que según quien gobernase, se le pagara o no la pensión. Lo cierto es que terminó sus días en la pobreza, y en la soledad, pues su hija se había casado y el trabajo de su marido la obligó a alejarse de su madre.
Doña Juana murió el 25 de mayo de 1862, cuando casi cumplía 82 años. Las autoridades fueron indiferentes al hecho pues estaban ocupadas en la celebración de la revolución de 1809.
Fuente: CRISTINA PIANTANIDA – LOS MALDITOS – Vol. II – Pág. 73. Ediciones Madres de Plaza de Mayo