Fines 1934 y principios de 1935
Proponemos, públicamente, ante la Convención Nacional, las cuestiones que en privado muchos de nosotros han expuesto a los representantes que la forman.
Sus actos deben ajustarse al pensamiento y a la voluntad que individualmente nos han declarado ante la sórdida conjuración que los rodea, ya evidenciada en la atroz humillación impuesta al alto cuerpo, por quienes han implorado a las oficinas del gobierno, licencias y beneplácitos para lo que se ha de decir y resolver en sus reuniones.
Los peligros del camino han sido iluminados por advertencias oportunas.
La mente de los convencionales ha sido esclarecida por el planteo de exigencias fundamentales que no pueden descuidarse, y por la ponderación de su responsabilidad.
Sus voluntades, si vacilan, tienen suficiente confortación en la certeza de que las inagotables energías de los RADICALES FUERTES concurrirán a la defensa de la Unión Cívica Radical; no descansarán.
Estamos presenciando el esfuerzo sistemático que dentro de la U.C.R., realizan algunos de los que accidentalmente la representan con el fin de demostrar que la U.C.R. es un “partido de orden”, o sea, el puntal que necesitan los gobiernos fraudulentos.
No ignoramos —pronto nadie ignorará— cuáles son las verdaderas causas de la nueva postura que adoptan los ancianos caballeros que quieren dirigir el pensamiento radical. Pero nos está impuesta la necesidad de establecer claramente la verdad acerca del contenido histórico y social de la U.C.R. y este deber, perentorio en vísperas de la Convención, nos aparta, por un momento, del anhelo de advertir a la gran masa de los ciudadanos unidos de toda la República, sobre los peligros que para la Nación, se encierran en las vinculaciones y conveniencias existentes entre las empresas extranjeras expoliadoras del trabajo y de la producción nacionales, por un lado, y conocidos ex miembros de gobiernos, llamados radicales, por el otro.
Felizmente la emergencia no es novedosa para la U.C.R., ni nos sorprende el conato de desquiciamiento que se descubre: ella supo siempre desarrollar su admirable capacidad de defensa y ha podido hacer prevalecer su unidad espiritual cada vez que los enemigos de la soberanía del pueblo argentino han clavado en su seno “la cuña del mismo palo”.
Porque desde el principio fue la U.C.R., la Nación misma en marcha hacia su forma social más perfecta, y en su amplitud y complejidad de pueblo, no le faltaron nunca ni ancianos caballeros ni jóvenes universitarios que quisieran arriar la bandera para ir a negociarse, como hacen los jefes de los partidos políticos, a las empresas mercantiles o a los gobiernos fraguados por ellos.
Pero la U.C.R. no es un partido, y por eso no la entienden ni pueden manejarla los vendepatrias que hoy infectan sus cuerpos directivos. Ella no se contiene en los límites de una casa de reunión, ni en una lista de nombres, ni en los programas redactados en la estulticia de falseadas convenciones. No tememos nosotros que lleguen ellos a conocer la íntima estructura de la Unión, pues a esta comprensión sólo se llega por amor, por sentimiento de unidad, por identificación espiritual. Y ojalá se les abriera el entendimiento, y dejando de ser para ellos un misterio el vínculo que nos une, se sumaran a las masas de conducta radical. Tienen ellas, como pueblo, su irradiación propia, su fuerza invisible, que realiza cada día su nueva integración, asimilando y transformando sus nuevos valores —nombres e ideas—; y que resiste y repulsa a los elementos de destrucción caídos o despertados en su seno.
Sería inútil buscar en los documentos de las primeras horas del radicalismo, la expresión del propósito consciente de constituir así a la U.C.R., ni siquiera el esbozo descriptivo de la nueva organización aparecía: el hecho histórico se aprecia en la perspectiva del tiempo. Pero en los discursos de los idealistas portavoces del 90 está la concepción clara y el sentido profundo de la acción popular que se definía como alzamiento no transitorio, no limitado en el tiempo ni en la magnitud del esfuerzo, contra la dominación que ya entonces asentaban las compañías extranjeras sobornadoras de los poderes públicos.
Así, el designio fundamental que unió a los ciudadanos fue restaurar la soberanía popular violada por la negación de los derechos políticos del pueblo, y violada por la enajenación que los gobernantes hacían, de los bienes públicos y de las facultades de la Nación para resolver sus propios asuntos, pasando tales facultades, bajo diversas formas de concesiones, a las empresas mercantiles que en la Argentina veían —como ven ahora—, sólo una factoría más de sus metrópolis.
El pueblo no vio entonces en una y otra manifestación del desorden existente, dos problemas distintos que pudieran resolverse separadamente. Eran sólo el anverso y el reverso, dos aspectos de un mismo hecho, dos presentaciones de una misma cuestión: los comicios se cierran y los derechos populares se burlan para que los problemas se resuelvan según las conveniencias de las empresas mercantiles sobornadoras.
La reclamación del sufragio nada habría significado sin la inmediata proyección revolucionaria en el terreno de las realizaciones gubernamentales. Eran inseparables ambas expectativas. El pueblo bregó unido, en reclamación de sufragio para que se le restituyeran sus bienes y derechos comunes, los cuales empezaban a someterse a muchas sujeciones y privilegios a favor de los que satisfacían las concupiscencias de los magistrados y depositarios de la fuerza. Y para este fin no confió en providencias extrañas a sí mismo, sino que afirmó su fe en su propia acción, comenzando a pensar y obrar como insurgente: en rebelión contra los gobiernos que usurpaban sus derechos, y en rebelión contra las instituciones que eran fruto de esa usurpación y están calculadas para asegurar el lucro de los explotadores.
Una visión clara de su destino, y la resolución de vencer comenzaron a animar al pueblo argentino, erigiéndole en fuerza temida por los negociantes, no sólo porque este pueblo podría sustraerse a sus garras, sino también porque su rebelión podría estimular y alzar a los pueblos hermanos de la América Latina, cuyos brazos y cuyas tierras estaban ha siendo traficadas por los sucesores de los próceres de la independencia. Comprendieron que les era preciso destruirla y para eso era fácil tocar a hombres y grupos que por sus apellidos, sus fortunas o sus habilidades, gozaban de “notabilidad”, como ellos decían de sí mismos. Y vino el acuerdo de 1892, primera purificación del movimiento popular, que dio ocasión al afianzamiento de la actitud de la masa de la gente desconocida.
Hasta entonces el pueblo había tenido en la acción política sólo presencias fugaces. Pero desde que se comprobó esa claudicación en la Unión Cívica, el pueblo constituyó su Unión Cívica Radical, en la cual vino a ejercer sus poderes que ya no habrá de delegar.
Vinieron largos años de lucha bajo la opresión; los impacientes tornaron el camino de sus apetencias: nuevos esfuerzos armados en 1893 y en 1905 jalonaron de heroísmo el camino de la abstención, forma tipo de las grandes luchas, que es la conducta radical por excelencia, la virtud histórica y el timbre de valor civil de sus antiguos cuadros nunca abatidos y siempre renovados.
Hipólito Yrigoyen había llegado a ver realizarse en su conciencia individual, la conciencia profunda y vasta del pueblo, y vino a ser como la materialización de esa unidad misteriosa que el pueblo sentía en la U.C.R. Hízose portavoz, ejecutor y guía, en cuyas funciones no ha sido reemplazado. Cuando alguien anunció desde un balcón de la calle Sarmiento, a la multitud expectante y angustiada: ¡Yrigoyen ha muerto!, el pueblo clamoreó al unísono: ¡Viva Yrigoyen!
Para ese pueblo y para ese hombre, el gobierno ha sido una forma de la acción revolucionaria, una etapa de su milicia: se rescató la tierra pública; se interrumpió la dictadura de las empresas extranjeras y de las embajadas de Inglaterra y Estados Unidos; se abrieron al pueblo los caminos de la instrucción; se guardó la paz, a pesar de las amargas vicisitudes; se devolvió a los trabajadores la facultad de hacer valer su derecho contra los expoliadores; se promovió colaboraciones efectivas con pueblos hermanos; se proclamó en Ginebra la igualdad y la justicia entre las naciones, y en las persecuciones que dentro del país se siguen, en nombre de la ley, contra la pobre gente, se puso la misericordia del Presidente por sobre las limitaciones mentales de los juristas.
La defección moral y política de esos RADICALES BLANDOS reaparecidos en los cuerpos administrativos del Comité Nacional, no quebró la fe del pueblo ni ensombreció el ánimo del jefe.
Uno y otro entran en la convicción definitiva de obrar por vías revolucionarias, para reemplazar estas instituciones, hechas para el peculado y el engaño, por las otras que se fundarán en la verdadera justicia, cuya práctica debe ser, para todos los del pueblo, la ocasión de su perfeccionamiento.
Pero desde el 6 de septiembre, el país llegó a ser ya desembozadamente, la factorías de los trusts que habían pagado ese alzamiento. Así se ha creado la imperiosa necesidad actual de la insurgencia que evite a la presente y a las futuras generaciones, caer en la horrorosa esclavitud a que procuran conducirlo.
Otra vez se jaloneó de heroísmo el camino de la lucha; y la abstención define de nuevo la dignidad cívica y el valor civil de los argentinos que reivindican la integridad de la soberanía nacional. Y de nuevo hay distinguidos caballeros que “no creen posible el camino de la revolución”,sin haber intentado recorrerlo; ya se ve a los impacientes tomar el camino de sus apetencias; nobles y prudentes ancianos hablan de paz nacional, o sea de un pacto de mutuo encubrimiento; y otros quieren perfeccionar el organismo “del partido U.C.R.”, para ir ellos, mejor cotizados, a negociarse —a negociarnos—, a las compañías monopolistas.
Y la vieja vocación revolucionaria de la U.C.R., más honda, más amplia y más firme resurge, sin impaciencias ni vacilaciones, en el espíritu de los viejos luchadores, no quebrado en la molicie de los gobiernos, y en la reflexión y en la esperanza de los desheredados. No esperamos que se realice en otro hombre la reencarnación de conciencia popular que fue Yrigoyen.
De la misma masa de la gente desconocida de la U.C.R. ya ha surgido la nueva mentalidad revolucionaria argentina, teniendo como primer postulado inequívoco de acción y de doctrina, la decisión de abolir todo privilegio y de restablecer la independencia cultural y económica de la República, es decir, de restaurar integralmente la soberanía del pueblo, que es para lo que fue creada la Unión Cívica Radical.
Pero todo eso fue muy poco porque Yrigoyen tuvo escasos colaboradores de conciencia, lo cual lo llevó a decir con amargura pero sin desfallecimiento: “Esta generación ha fracasado”.
Cuando la U.C.R. volvió al gobierno en 1928, traía Yrigoyen la resolución de alterar las instituciones, pero no tuvo cerca de sí los muchos valores individuales cuya acción constructiva debía coordinarse, pues halló corrompida la juventud, y así lo dijo públicamente.
Los hombres representativos de aquella generación y de esa juventud, son frutos de la
Universidad, donde se enseñan todas las corrupciones mentales de Europa, y todas las teorías inventadas para la esclavización de las poblaciones coloniales.
Nosotros cumplimos el primer deber de la hora, demandando a la Convención para que no subalternice sus funciones, como procuran los agentes de las empresas sobornadoras que se sientan en su seno y que han intervenido en su convocatoria; y para que se aboque de una vez a encaminar la gran acción común de los pueblos, hacia la suprema finalidad irrenunciable que nos mueve y que la Convención proclamará a la faz del mundo estableciendo, precisamente, las siguientes declaraciones de nuestra voluntad común:
Es de esencia de la Unión Cívica Radical:
- —Promover la reconquista de la soberanía económica de la Nación Argentina, y de todas las Naciones Latinoamericanas mediante la anulación inmediata de todos los tratados, leyes o sentencias por las cuales se haya dada o reconocido concesiones a empresas mercantiles.
- —Promover la reconquista de la soberanía política de la Nación Argentina, y de todas las Naciones Latinoamericanas, por la anulación absoluta de todas las facultades dadas o reconocidas a todas las instituciones educacionales que no se inspiren en los principios de la Revolución Americana.
- —Abolir todos los privilegios, por la anulación de todas las instituciones organizadas para conservarlos.
- —Establecer las nuevas instituciones, basadas en la colaboración continental y en la seguridad económica y cultural de todos y cada uno de los habitantes.
- —Restituir al ejército la integridad de la misión que le asignara San Martín, de defender la soberanía nacional y cumplir los mandatos legítimos conducentes a asegurar la libertad y la voluntad del pueblo.
- —Reafirmar la abstención, como método hasta la asunción del poder con tales fines.
Obraremos así, según nuestro convencimiento de que han de corregirse sin demora los errores y prevaricaciones de los gobiernos que nos han desviado del destino común que comprendieron los libertadores, quienes no lucharon sólo para independizarnos de poderes políticos extraños, sino para crear una nueva civilización que redima al hombre y lo reintegre a su verdadera dignidad.
Buenos Aires, diciembre de 1934
“Se ha creído siempre que los países nuevos deben inspirarse en los más viejos, cuando menos en las circunstancias análogas y especialmente en todo lo referente a la disciplina mental, pero esta afirmación constituye un palmario error de juicio, puesto que la sabiduría fundamental humana, que impertérritamente deberá seguir el universo, la conciben igual o mejor los pueblos nuevos, ansiosos de verdad superior y envueltos o saturados en sus propias fuerzas”
Hipólito Yrigoyen
(Del memorial a la Corte Suprema de la Nación, Martín García, agosto 24 de 1931)
Fuente: FORJA: «Vocación Revolucionaria del Radicalismo» (fines 1934 y principios de 1935)
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