Fuente: La Quinta Pata
Por Federico Niemetz
Así como Néstor Kirchner y, ahora también, Cristina Fernández de Kirchner negaron ser “kirchneristas” y se auto-rotularon como peronistas; al proceso político, social, ético y estético que vive hoy la argentina le estaríamos bajando el precio si le llamáramos burdamente “macrismo”. En terminología hegeliana, podríamos decir que cambia ligeramente el amo pero no cambia el esclavo ni la dinámica amo-esclavo.
El “macrismo” o “la nueva derecha democrática” no es más que un aggiornamiento de las técnicas de gestión del Estado: el marketing, el duranbarbismo, la pos-verdad, los discursos vacíos de contenido, la post-política, el retorno del debate público a una etapa pre-peronista, jugarla de populares y valientes combatientes de las mafias son elementos de una faceta marginal del establishment que vuelve a reinar en esta etapa post efecto Tequila (o post delarruísmo) de la catastrófica historia. Volvieron los de siempre, los que nunca se fueron, volvió fuerte el imperio de los poderosos.
Algunos han concordado en llamarlo “neoliberalismo”, pero, como sostienen Varoufakis y Chomsky, en una reciente disertación llamada “La hipocresía neoliberal” no tiene nada de “neo” ni tiene mucho “liberalismo”. Otros, enredándodese aún más en los conceptos y posicionándose en la mirada aliadófila triunfante tras el fin de la Segunda Guerra Mundial le llaman “fascismo” o “nazismo”. Lo cierto es que el modelo económico, social y axiológico que hoy gobierna conjuga los más sanguinarios elementos de un conservadurismo que encarecidamente se esfuerza por mantener el “orden”, tomando como enemigo interno a casi cualquier expresión disuasiva, resistente o subversiva: rateros, mecheras y moto-chorros que se atreven a atacar el santo derecho de propiedad, piqueteros, gremialistas o estudiantes que se atreven a atacar el tan mentado derecho de libre circulación (y que se atreven a discutir su lugar de clases subalternas y empobrecidas), mapuches que se animan a discutir la integridad étnica o –aún más espeluznante- territorial de la Argentina, o feministas que planteen el debate acerca del patriarcado, el aborto, el femicidio y la violencia de género. Por otro lado, el modelo toma matrices de pensamiento económico y filosófico del liberalismo clásico, del neoliberalismo y hasta del anarco-libertarismo: la sobrevaloración de la figura del emprendedor y el mérito individual por sobre la del trabajador y los logros sociales, la lucha –discursiva y represiva- contra la organización política, sindical, estudiantil, barrial o cualquier dispositivo de construcción colectiva y comunitaria, y un gobernador que sostiene que el solidario acto de prestar la tarjeta del bondi merece pena de prisión son solo algunos de los símbolos éticos del cambio de época en el que el único héroe válido es el héroe individual y egoísta, mientras que en lo económico es evidente el corrimiento del Estado como actor protagonista, la defensa inexorable del mercado y la revaloración del ajuste como variable de crecimiento; pero esta cortina de humo de supuesta defensa del patrimonio del Estado y del bolsillo de los contribuyentes que propone el liberalismo se ve desconocido al momento en que el Estado debe realizar gastos millonarios en armamento militar, policías, construcción de nuevos establecimientos penitenciarios y servicios de inteligencia, mientras que los activos que le generan rentabilidad al Estado como el Fondo de Garantía de Sustentabilidad de la ANSES son rifados y el Estado participa activamente en el mercado financiero como constante tomador de deuda.
En definitiva, con nuevos modales, hoy vuelve a capitanear todos los horizontes de lo público y lo privado el Frankenstein ideológico que la oligarquía argentina y el imperialismo crearon allá por el siglo XIX para moldear nuestro sentido común. ¿Qué diferencia a estos tiempos? Trabajadores, hombres y mujeres de barrio que votan masivamente al gobierno de los títeres de la época. Ensalzados en un movimiento que emerge con los reclamos por seguridad de los años dorados de Bloomberg, miles de trabajadores desclasados han sido cuidadosamente operados en sus ansiedades por el mantenimiento del orden y la autoridad e incluso por el mantenimiento de las jerarquías sociales donde se ven más identificados aspiracionalmente con los finos hombre del PRO que con los plebeyos come-choris peronistas. El discurso del “sálvese quien pueda” o “este país se saca adelante trabajando” caló y hoy los argentinos estamos cada vez más atomizados ante una retórica de lo colectivo y de la reivindicación de derechos agotada, sin ideas y que no genera ilusión de futuro en los trabajadores. Como dice el historiador Ezequiel Adamovsky, “Si tantos encontraron solaz en los discursos individualizantes del PRO, no es por algún vicio innato e inerradicable, sino por la falta de persuasión de las visiones de progreso colectivo que, como sociedad, hemos sido capaces de generar”. En ese sentido, es innegable el delicado trabajo que hacen los aparatos de comunicación para mediar entre el gobierno (cara visible del Frankenstein) y la población, para hacernos creer que no es un gobierno de ricos que viene a chorear y saquear el país; pero las mayorías no piensan que este gobierno no sea un gobierno de ricos, más bien, piensan que todos los gobiernos son gobiernos para ricos, y éste, por nuestras propias limitaciones, les cae más simpático: hay resultados electorales sumamente preocupantes en el interior del país, en el conurbano bonaerense y hasta en las villas (sobre todo en las porteñas) que les dan entre el 20% y el 50% de los votos a Cambiemos, perforando el piso electoral histórico del peronismo y rompiendo el juego de la identificación entre el peronismo y los trabajadores.
Para la construcción de esta nueva escala de valores, de este mundo de humanos atomizados tolerando esta paz no necesariamente mejor que el conflicto, “capaces de vivir felices en la incertidumbre” (Esteban Bullrich dixit), para los cuales trabajar o ser echados es tan normal como “comer o descomer” (Miguel Ángel Ponte dixit) ha sido fundamental correr el eje de la grieta entre dirigentes políticos a la grieta entre los trabajadores; es decir, pasarle el conflicto a los hermanos porque si entre ellos se pelean, los devoran los de afuera. En el elixir de esa grieta interlaburante tenemos a los tacheros puteando a los piqueteros que cortan calles, a los camioneros arrollando una olla popular, y a los laburantes que se desloman 14 horas al día en negro puteando a los que reclaman “planes” y “subsidios”. Así, el realce de términos como “clase media” (del que hemos sido cómplices), “emprendedor”, “profesional liberal”, “pequeño comerciante”, “la gente”, etc, solo han permitido que los sujetos emigren de la construcción colectiva de un gran bloque trabajador y se vean más identificados con las familias blancas y puras (Pamela David dixit), prejuzguen, discriminen y defenestren a quienes quedan por debajo en la espuma social y adhieran a la idea de que hay inseguridad y desempleo porque hay unos negros de mierda bancados por nuestros impuestos.
Así las cosas, el Frankenstein ha consolidado un bloque hegemónico dominante que triunfa en los tres poderes del Estado, en la economía rural, en la city porteña, en vastos sectores del empresariado industrial, en una parte nada del sindicalismo y en la escala de valores y filosofía de vida de “la gente común”.
¿Y la contra-hegemonía qué? El peronismo, representado en los cuadros inferiores por sindicalistas “mafiosos”, intendentes filo-menemistas adictos a la prosa prostibularia de la pizza y el champagne, gobernadores que se dividen entre los inútiles y los estigmatizados por la prensa, punteros y malandras que administran la pobreza y organizaciones políticas que no interpretan al trabajador sino a “la juventud” como el sujeto movilizador de la historia, dejó hace rato de verse como la fiesta de los cabecitas negras, como el tecnicolor de los días felices, como el optimismo del ascenso social y, sobre todo, como la comunidad organizada que incluye a las mal llamadas “clases medias”.
Mientras tanto, a la cabeza del movimiento, continúa una mujer: Cristina Fernández de Kirchner. Cristina se distingue de todos ellos por revalorizar el contenido del peronismo y atreverse a dar batallas que nadie más dio/da. Los gobiernos de Néstor y Cristina resolvieron el problema de la pobreza extrema, del hambre, de la total ausencia de infraestructura estatal en tantos rincones de la patria y la crisis del desempleo masivo; pero el kirchnerismo no fue un fenómeno neutro en términos de estratificación y desde el 2009 (o desde el 2012, como prefieran verlo), los límites para el desarrollo de políticas de vivienda, hábitat, agua potable, saneamiento y empleo formal paralizaron la adhesión de los sectores más empobrecidos, mientras que, en relación a las “clases medias” o “trabajadores empoderados”, cierto estancamiento en la dinámica de crecimiento económico con redistribución centrada en el consumo paralizó el proceso y se empezó a militar la idea de una teoría del derrame inducido por el Estado que no deja de ser teoría del derrame. El peronismo dejó de conmover, dejó de seducir, dejó de ofrecer una ilusión de futuro y la población –sobre todo si está atomizada, despolitizada y desindicalizada- no vota pasado, no vota al que lo sacó de la pobreza, sino al que le ofrece un mayor crecimiento a futuro. Nuevamente ahí cala hondo el discurso de la meritocracia y la virtud en un país donde todos se creen meritorios y virtuosos. En una puja de populismos alejados de la percepción subjetiva de la realidad que tiene la población, siempre prima el populismo de derecha.
Nos guste o no, hemos sido partícipes necesarios de la reconstrucción narrativa de una clase pequeño burguesa (la clase media) que malinterpreta los valores del esfuerzo y el trabajo como pedagogía sancionatoria de los más pobres. Recuerdo aquella canción que decía: “ahora entiendo que seas gorila, si te comiste todas las mentiras del periodismo, de la derecha, la oligarquía y la clase media” colocando nosotros mismos a la clase media en la bolsa del gorilismo. Así, la conducción cristinista, su retórica (“el relato”) y su militancia colaboraron fielmente a la partición de una sociedad en tercios –clase alta, clase media y clase baja- por lo que los resultados electorales de este 2017 (e incluso los de las generales de 2015 y 2013) que le dan un tercio de los votos a Cristina, un tercio de los votos a Cambiemos y un tercio de los votos a otras opciones, no parecen sorprender. Tal fue el regocijo de 2007 (o de 2011, como prefiera el lector) que nos creímos eternos, que creímos que nuestra base política estaba resuelta y que podíamos contra todos los que rayen, pasando a hablarnos a nosotros mismos y a Cristina, en lugar de hablarle a la sociedad.
En este sentido ¿cuál es el camino a seguir para la constitución de una nueva mayoría? Con un déficit fiscal de 31 mil millones de dólares al año, el déficit comercial más grande de nuestra historia, inversores que no invierten porque la timba de las LEBACS es más rentable y no necesita pagar impuestos ni salarios, fuga de capitales y evasión, el gobierno se blinda mediante la toma de deuda en dólares que vía BCRA son vendidos a los grandes bancos y entidades financieras multinacionales. Tan irresponsable es el gobierno que la deuda pública ha aumentado casi un 50% en el año y medio de Cambiemos y con déficit fiscal y comercial no hay expectativas de poder pagar dicha deuda y, como sostiene Horacio Rovelli, “la historia nos demuestra que los acreedores (y sus socios nativos) pretenden cobrarla en los activos más valiosos que tiene la Argentina, las acciones de importantes empresas privadas (Techint, Clarín, etc.) que tiene el FGS de la ANSeS; lo que puedan vender de Vaca muerta y otros yacimientos; de las reservas de agua; de litio; etc.”
Entonces, mientras grandes sectores internos y externos del peronismo sostienen la idea de “copiar” la comunicación de Cambiemos, de hablar más amenamente para seducir a quien no le atrajo el discurso anti-corporaciones, llenarse de marketing, coaching, community managers y gente bien; renovar al peronismo como un modelo donde importe más el “ciudadano” y no tanto el “trabajador”, sentarlo sobre las bases de la “gobernabilidad”, y bajar los humos de la combatividad, yo honestamente creo que es el momento más propicio para fortalecer nuestra identidad como pueblo trabajador que enfrenta al opresor, tender puentes entre el peronismo partidizado, los sindicatos, los movimientos sociales y las formas de organización de las antes denominadas “clases medias” bajo la idea del horror que representa el macrismo y con un proyecto nacional común, amplio y colectivo. Primero porque si nos parecemos a nuestro rival, probablemente sigan votando a nuestro rival que cuenta con los medios y el gran capital detrás. Además, si nos parecemos a ellos ¿para qué queremos ganar?
Pero segundo y principal, porque a pesar de tener a los grandes medios, al gran capital y a esa base electoral atomizada y cegada por el individualismo y la meritocracia, este modelo de ajuste, deuda y represión no cierra por ningún lado y la Argentina, lamentablemente, tarde o temprano va a volar por los aires y un movimiento sólido de mayorías populares unidas debe estar ahí para recoger los pedazos en un gran abrazo nacional pues, como ya dijo Evita, no hay fuerza capaz de doblegar a un pueblo consciente de sus derechos.
Fuente: La Quinta Pata
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