MARTÍN MIGUEL DE GÜEMES (1785 – 1821)
“Hace Ud. muy bien en reírse de los doctores, sus vocinglerías se las lleva el viento (…). Por lo que respecta a mí no se me da el menor cuidado: el tiempo hará conocer a mis conciudadanos que mis afanes y desvelos en servicio de la patria, no tienen más objeto que el bien general (…) y en esta inteligencia no hago caso de todos esos malvados que tratan de dividirnos (…). Así, pues, trabajemos con empeño y tesón, que si las generaciones presentes nos son ingratas, las futuras venerarán nuestra memoria, que es la recompensa que deben esperar los patriotas desinteresados”. De una carta de Güemes a Belgrano.
El anatema oficial (es decir liberal-oligárquico) recaído sobre diversos personajes de nuestra historia, consiste básicamente en el llano silenciamiento o la explícita detracción, pero a menudo también en un arbitrio mucho más recóndito y sutil: el de la mistificación, disfrazada generalmente de aureolado encumbramiento o “indulto póstumo”, como lo llama Jorge E. Spilimbergo. En lo fundamental, se tiende así a borrar u ocultar facetas esenciales y potencialmente “peligrosas” de la personalidad en cuestión.
En el caso del general Güemes, “la imagen que se nos ha dado de él –según el citado Spilimbergo- es la de un monaguillo unitario que defendió como Robin Hood una frontera desamparada permitiendo a San Martín hacerse el Aníbal con el Ejército en los Andes”.
Pero si el caudillo salteño se vio obligado a rechazar, con la sola fuerza de sus guerrillas gauchas, las numerosas e ingentes incursiones realistas durante los cinco años en que fue gobernador de su provincia (1815-1820), no lo hizo precisamente porque el gobierno central careciese de efectivos regulares para apoyar su gesta. Desde el desastre de Sipe Sipe (28-11-1815) hasta que fue llamado en apoyo del Directorio y sublevado por su oficialidad en la posta de Arequito (8-1-1820), el Ejército del Norte, “respetable por el número de sus efectivos, su parque, oficialidad y caballadas”, no se movió jamás de su asiento en Tucumán para ir en ayuda de las bravías milicias salteñas que combatían en el límite norte contra los realistas.
El temor de los gobernantes porteños, al igual que el de la oligarquía salteña (que terminaría asesinando por mano vicaria al gran caudillo), era la aparición de un nuevo Artigas en el norte. Resultaba preferible para ellos perder a jirones el propio territorio que permitir la preponderancia de una figura popular, cuya concepción federal y americanista pusiera en riesgo la conservación de sus mezquinos privilegios de clase. “Tanto Salta como la Banda Oriental –seguimos citando a Spilimbergo- tenían una decisiva importancia estratégica en la querella del federalismo. Si éste no lograba abrirle ‘puerta a la tierra’ estableciendo su propio enlace geo-económico con el mercado mundial, acabaría estrangulado por el puerto de Buenos Aires y la oligarquía bonaerense, como en efecto ocurrió”.
Vale decir que la estrategia de Güemes y San Martín no era exclusivamente defensiva, o, como dice Mitre con su típico lenguaje de “patria chica”, el intento de poner “un antemural de la nacionalidad argentina por el Norte”, conservando los desmedrados límites que a la postre constituyeron lo que es hoy la república. Por el contrario, la estrategia era de alcance continental: atacar a los realistas en un movimiento de pinzas con Güemes avanzando por el Alto Perú, al tiempo que Álvarez de Arenales sublevaba la sierra peruana y San Martín, desde Chile, ingresaba al Bajo Perú por el Pacífico. El posterior “renunciamiento” sanmartiniano de Guayaquil tiene mucho que ver con el fracaso de esta estrategia, saboteada desde Buenos Aires y Salta, por quienes privilegiaban sus intereses a los de la patria en peligro. Y por la que el general Güemes terminó rindiendo su vida.
Martín Miguel Juan de Mata Güemes –tal su nombre completo- había nacido en Salta, calle de la Amargura (hoy Balcarce), el 8 de febrero de 1785. Su padre, el español Gabriel de Güemes y Montero, se desempeñaba como tesorero real y comisario de guerra en la intendencia de Salta; su madre, la criolla Magdalena Goyechea y la Corte, era descendiente del fundador de San Salvador de Jujuy.
Incorporado a los 14 años, como cadete, a la sexta compañía del tercer batallón del regimiento de infantería fijo de Buenos Aires con asiento en Salta, se trasladó a Buenos Aires durante las heroicas jornadas de 1806 y 1807, contribuyendo, dirá Alberdi, “a arrancar a los ingleses las banderas que decoran hoy los templos de la orgullosa ciudad”. Se cuenta que en esa ocasión, al frente de una fuerza de caballería, el joven oficial logró la insólita captura de un buque británico, al que la violenta bajamar había hecho varar en la costa.
Luego de estallar la Revolución del año 1810, otra vez en Salta, adonde había regresado a causa de una afección pulmonar, Güemes se incorporó al ejército patriota en expedición al Alto Perú. Al frente de un reducido contingente se encarga entonces de la defensa de la Quebrada de Humahuaca y poco después participa, al mando de un grupo de voluntarios, del primer triunfo de las armas patriotas en Suipacha. Al producirse el desastre de Huaqui, debió acudir en ayuda del coronel Juan Martín de Pueyrredón, gobernador de la provincia de Charcas, en retirada desde Potosí y hostigado día y noche por los realistas.
Al asumir San Martín, en reemplazo de Belgrano, la jefatura suprema del Ejército del Norte (1814), confía al ya por entonces teniente coronel Güemes la organización y conducción de partidas de gauchos salteños, destinados a sostener la guerra a las tropas absolutistas en el norte. (…)
Ya para entonces, por otra parte, se hacía cada día más ostensible la hostilidad de la “clase decente”, que ahora vivía conspirando contra la política de guerra de Güemes y muy especialmente contra la política de guerra de Güemes y muy especialmente contra su actitud “demagógica” hacia las masas plebeyas. Aquellos eran los grandes terratenientes, las familias copetudas que buscaban adecuar los vaivenes de la contienda a sus propios intereses de señores feudales. La plebe, en cambio, los “bizarros patriotas campesinos”, como los llamaba Pueyrredón, eran los que generalmente, sin paga alguna, ofrendaban su vida por la liberación de la patria.
Al aumentar la resistencia de la alta clase, Güemes, proveniente de la misma, pero patriota firme y convencido, no encontró otro camino, dice Frías, “que echarse en manos de la plebe”. Sus arengas son evidencia clara de lo dicho: “Por estar a vuestro lado –decía en una de ellas- me odian los decentes; por sacarles cuatro reales para que vosotros defendáis su propia libertad dando la vida por la Patria. Y os odian a vosotros, porque os ven resueltos a no ser más humillados y esclavizados por ellos. Todos somos libres, tenemos iguales derechos, como hijos de la misma Patria que hemos arrancado del yugo español. ¡Soldados de la Patria, ha llegado el momento de que seáis libres y de que caigan para siempre vuestros opresores!”.
A partir de 1816, Güemes puso en vigencia un “fuero” especial para los gauchos eximiendo de toda obligación del pago de arrendamientos a quienes se incorporen al servicio militar. También prohíbe que los hombres enrolados en su fuerza, puedan ser ejecutados ni compelidos al pago de cualquier cosa que adeudaren. “Junto a él –testimonia un escritor reaccionario- los gauchos aprendieron a usar de una libertad individual nunca vista ni consentida… El alentó su sentimiento de dignidad, los protegió y se puso a su lado en la balanza en que jugaban la suerte con la gente decente, con lo que el mulataje de natural altanero y atrevido, amigo de la libertad y de la ociosidad, fue tomando alas, ensanchando su osadía y caldeando su odio hacia la raza blanca hasta… convertirse en una malvada e insolente canalla que quería imponer su repugnante dominación”.
Así, agrega, la clase alta salteña “tuvo por él un odio profundo, ardiente y vivo”, considerándolo “un salteador de la fortuna privada”, que la “oprimía con impuestos y confiscaba sus bienes. El odio contra ese hombre maldito llegaba a lo más profundo de los corazones… y no se había extinguido aún varias décadas después de su muerte”.
Tan “monstruo peligroso era que su sola mirada provocó tal espanto en una ‘niña bien’ que cayó enferma en cama del arrebato”. Desde la misma óptica conservadora, Joaquín Carrillo escribe: “Aquel comunismo arrebataba sus bienes de fortuna al decente, al blanco o propietario de los centros urbanos o de las campañas pobladas, para mantener el ocio y las pasiones del campesinado armado”.
¿Cómo extrañarnos entonces del solapado desafecto con que lo trata Mitre en su Historia de Belgrano, donde campean calificativos como “arrogante”, “soberbio”, etc., o el mismo general Paz, quien en sus “Memorias Póstumas” parece traducir, al lado de una irresistible admiración, el pensamiento que los grandes propietarios salteños tenían del barbado comandante gaucho? “Este caudillo, este demagogo, este tribuno, este orador, carecía hasta cierto punto del órgano material de la voz, pues era tan gangoso, por faltarle la campanilla, que quien no estaba acostumbrado a su trato, sufría una sensación penosa al verlo esforzarse para hacerse entender. Sin embargo, tenía para los gauchos tal unción en sus palabras y una elocuencia tan persuasiva, que hubieran ido en derechura a hacerse matar para probarle su convencimiento y su adhesión. Era, además, Güemes relajado en sus costumbres, poco sobrio y carecía de valor personal, pues nunca se presentaba en el peligro. No obstante, era adorado de los gauchos, que no veían en su ídolo sino al representante de la ínfima clase, al protector y padre de los pobres, como lo llamaban, y también, porque es preciso decirlo, al patriota sincero y decidido por la independencia_ porque Güemes lo era en alto grado. Él despreció las seductoras ofertas de los generales realistas, hizo una guerra porfiada, y al fin, tuvo la gloria de morir por la causa de su elección, que era la de la América entera”.
A esa muerte –bueno es remarcarlo- no fueron ajenos sus enemigos internos, los que en mayo de 1821 se habían sublevado en la llamada “revolución del comercio” y en sesión del cabildo lo habían depuesto de su cargo de gobernador, condenándolo además a la pena de exilio. Güemes, a la sazón en Jujuy, se aprestaba a avanzar con sus huestes hacia el Alto Perú en apoyo de la campaña de San Martín. Al enterarse de la novedad, regresó de inmediato a Salta y con su sola presencia abortó el movimiento en su contra. Pero la sedición oligárquica no se aquietó. Uno de los complotados, el comerciante Mariano Benítez, se traslada al campamento del general español Olañeta y el 7 de junio consuma la felonía: ingresa a la ciudad de Salta guiando un contingente de 400 hombres al mando del teniente coronel José María Valdez. Este militar absolutista, salteño de nacimiento y ex contrabandista, era apodado “el Barbarucho”, por la temeridad y las atrocidades que caracterizaron su accionar.
Güemes, sorprendido en casa de su hermana Macacha, quien lo había hecho llamar para alertarlo sobre la traición, montó a caballo y trató de romper el cerco tendido por sus enemigos, pero recibió un disparo por la espalda cuando estaba a punto de evitarlos.
Trasladado por sus partidarios al campamento de El Chamical, falleció, diez días después, el 17 de junio de 1821, en la Cañada de la Horqueta, a 34 kilómetros de la ciudad de Salta.
Al dar la noticia, la Gaceta de Buenos Aires, órgano oficial del gobierno porteño, se expresó en estos términos: “Murió el abominable Güemes… Ya tenemos un cacique menos”.
Fuente: JUAN CARLOS JARA – LOS MALDITOS – VOLUMEN II – PÁGINA 102. Editorial Madres de Plaza de Mayo
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